Nos quejamos mucho, yo de los que más, de las cosas malas de
España. Como para no hacerlo… En fin. Pues hoy voy en la otra dirección. Les
pienso contar algo que me hizo sentir, nada menos, que orgulloso de ser
español. Como comprobarán, nada tiene que ver con Rafa Nadal o cualquier héroe
deportivo patrio. Ocurrió el pasado año, durante nuestro viaje anual a
Marruecos. Un viaje en moto en el que vamos respaldados por una furgoneta con víveres,
gasolina y herramientas. La mayor parte del trayecto, a pesar de que las motos
que utilizamos son de carretera, vamos campo a través, acampando en desiertos,
montañas, playas… ¿Mola, eh? Ya ves que
mola… Estos viajes suelen durar unos 15 días durante los que intentamos evitar
todo contacto con la civilización. Pues bien, era el octavo día de viaje. A
esas alturas, ya todos olíamos a mendigo. Ocho días comiendo polvo, durmiendo
al raso, frecuentando hogueras y sin ducha generan eso. Íbamos hacia Sidi –Ifni,
nos acercábamos al Sahara, atravesando esos paisajes africanos que tanto nos
ponen. Y aquí llegó el primer acto de una tragedia: No íbamos muy rápido, por
esas carreteras sería una locura, pero tras una curva, uno de los compañeros
desapareció en una nube de polvo. Había tenido un fallo mecánico que le provocó
una caída. Le quitamos su propia moto de encima y vimos que tenía la pierna al
revés. Fractura abierta de tibia y peroné. También había sangre. Estábamos a
tomar por culo de todo. Atendimos a nuestro hermano lo mejor que pudimos. Como
siempre en Marruecos, empezó a aparecer gente en un paraje que parecía olvidado
por el hombre. Se acercó hasta el Caíd del pueblo más cercano. El hombre decía
muchos allahs y nos traía agua… Era
lo único que podía hacer para ayudarnos. La ambulancia tardó dos horas largas en
llegar, pero cuando lo hizo, todos sentimos alivio. Ese alivio duró muy poco.
Hasta que vimos que la ambulancia no venía equipada y comprobamos que su único
ocupante –el conductor- era sólo eso; conductor. Nosotros subimos a nuestro
hermano a la ambulancia y lo acomodamos lo mejor que pudimos. Él, aún estando
bajo terribles dolores, tuvo la presencia de ánimo de dar las gracias al Caíd
por su ayuda (no mucha gente en su estado haría algo así, así que presumo de amigo).
Nos anunciaron el destino de la ambulancia. Iban a Taroudant, una pequeña
ciudad que estaba a unos 120 kilómetros de dónde estábamos y tenía hospital.
Para allá salió zumbando la ambulancia. Nosotros iríamos detrás. Mientras nos
preparábamos para salir, reparamos en la cantidad de tiempo que había pasado
desde el accidente; se estaba haciendo de noche. Y no sólo eso, también se
había cubierto el cielo de nubes negras que pronto empezaron a descargar una
tormenta considerable. El panorama que se nos presentaba era debuten: 120 kms
por las carreteras de esa parte sur de Marruecos, por la noche y con una fuerte
tormenta. El paraíso de los moteros, vaya. Llegamos a Taroudant destrozados tras esa
kilometrada nocturna, con la imagen de nuestro hermano destrozado rebotando,
una y otra vez, dentro de nuestros
cascos. Allí empezó el segundo acto: Al entrar al hospital y preguntar por
nuestro amigo, lo encontramos en un pasillo, en una camilla herrumbrosa, con la
sábana llena de su propia sangre y con la pierna malamente entablillada con una
caja de cartón de pizza. Nos quejamos y lo pasaron una habitación en la que
había otros siete desgraciados enfermos o accidentados. El suelo de la sala
estaba lleno de apósitos y vendas ensangrentadas que los enfermeros apartaban
con pataditas. Nuestro compañero se retorcía de dolor en esa estancia infecta.
Ni siquiera le habían lavado ni quitado la misma ropa que llevaba en el
accidente. Su sangre ya había calado el colchón sobre el que estaba tendido y
empezaba a hacer charco debajo de su cama. Sus compañeros de habitación
parecían estar aún peor atendidos. Aquello era atroz. Parecía un puesto de
socorro de una guerra medieval. Alguien que hablaba francés consiguió
entenderse con una enfermera (no había médico) y ésta le dijo que cuando
viniese el doctor al día siguiente, operarían allí mismo a nuestro amigo. Eso
no nos gustó a ninguno. Era imperioso sacar a nuestro hermano de allí, pero el
poco personal del aquel hospital no nos hacía ningún caso. Incluso se les
notaba que ya estaban hasta los huevos de nosotros. Puedo entender que lo
estuvieran, la verdad… Los policías que estaban allí destacados tampoco eran
muy colaboradores. Entonces, uno de nosotros dijo: Pues voy a llamar al cónsul. Y lo hizo. A partir de ahí, todo
cambió. Contactó a la Cónsul de España en Agadir, la ciudad grande más cercana.
La pilló en una cena privada, serían en torno a las 11 de la noche, pero ella
nos transmitió que estuviéramos tranquilos, que ya se ponía en marcha. Enseguida
empezaron a llegar al hospital coches de policía. De uno de ellos se bajo el
jefe de policía de Taroudant, con su típico uniforme de opereta... Luego
llegaron dos ambulancias. ¡Dos! Parecía que todo el hospital y la policía de
Taroudant acababan de recibir una patada en el culo. Vendaron correctamente a
nuestro hermano y, escoltado por un montón de policías pelotas y enfermeros
sonrientes lo introdujeron en una ambulancia bien equipada y con un médico. Lo
trasladaban a un buen hospital en Agadir. El tercer acto fue en esa ciudad al
día siguiente. El Consulado español se había movido de lo lindo y cuando
llegamos, pudimos ver a nuestro amigo limpio y bien atendido. Eso sí fue un
inmenso alivio para todos. Volvimos a reír junto a su cama y le despedimos al
día siguiente cuando lo montaron en otra ambulancia rumbo a España para ser
operado. El resto tuvimos un viaje de vuelta de cuatro días más bajo una
intensa lluvia, pero ya sabíamos que nuestro amigo se recuperaba bien en
Almería y eso nos calentó el corazón.
Después de toda aquella aventura, a mí me quedó dentro la sensación de
que había que reconocer lo que hicieron por nosotros, que había que contarlo…
El nombre de la Cónsul de España en Agadir es Laura García Gómez, diplomática
desde el año 2003 y desde 2017 a cargo del citado consulado. Gracias Señora
Cónsul.
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