martes, 31 de agosto de 2010

la rata


Un equipo experimental preparó durante meses un compuesto para potenciar la inteligencia humana. Cuando lo tuvieron listo decidieron probarlo primero en una rata de laboratorio.

El roedor chilló al notar la desmesurada aguja –como una auténtica espada- clavarse en su lomo de pelo gris y despeinado por la humedad. Sus ojos se hincharon y su corazón pareció reventar. El cerebro de la rata avanzó en segundos el equivalente a millones de años de evolución y eso le dolió tanto, que un humano hubiera muerto mil veces durante ese mismo proceso.

Pero la rata aguantó.

Una vez que se recuperó de las tremendas heridas sufridas durante el experimento –ante el asombro de los alegres científicos, el pequeño cerebro del animal había duplicado su tamaño y sobresalía del destrozado cráneo- la rata se escapó.

Inmediatamente, buscó la reconfortante penumbra de una alcantarilla y allí, tranquila tras la trepidante huida, se dio cuenta de que había pensado. Recordó, también entendía ahora qué era un recuerdo, lo fácil que le había resultado entender cómo se abría la puerta de la celdilla. Ahora ya entendía el dolor... eso no era nada bueno. Y por fin, agotada, se durmió dentro de una caja de cartón.

Despertó sobresaltada al escuchar voces familiares. Unas cuantas ratas callejeras se le habían acercado curiosas y asustadas a la vez. Le parecieron repulsivas y olían mal... tan mal como ella misma. Sin embargo, había algo en aquél grupo que le parecía agradable de observar. Era muy curioso porque reconocía su inteligencia. Su forma de hacer las cosas era tan parecida a la suya que eso le hacía reír y rió


Así obraron los dioses con nosotros. Inyectándole inteligencia a un miserable animal de laboratorio, dándole la llave de una puerta que ningún animal debe abrir si no quiere sufrir.