sábado, 3 de abril de 2010

Dejad que los niños se alejen de mi


Lo que más le gustaba a Matías era mirar por la ventana. No importaba de qué estuvieran hablando en la clase mientras lo hacía. Tampoco quién lo estuviese haciendo. Para Matías, a sus ocho años, poder apoyar los ojos en ese campanario que se veía a lo lejos era más que suficiente. Imaginando cosas que podían tener o no que ver con el campanario en cuestión, Matías alcanzaba una confortable sensación. Pero no era tan fácil. Rara era la hora en la que Matías podía mirar y mirar sin ser interrumpido.

- ¡Matías Garrido!, ¿qué acabo de explicar?

Y claro, Matías nunca tenía ni puta idea de qué acababa de explicar el torturador de turno. ¿Por qué aquella manía de no dejarle a él en sus cosas? Siempre le interrumpían en los momentos en los que su abstracción le estaba llevando a los sitios más deliciosos. Y no sólo los profesores, también su amigo Gabriel, que aunque era un imbécil, era su amigo y compañero de pupitre.

- Matías...Matías –en susurro-... ¿qué estás mirando?

Lo bueno de Gabriel era que no había que contestarle inmediatamente como a los cabrones de los profesores. No importaba dejarle así, porque enseguida se distraía con otra idiotez.

Además de mirar por la ventana de su clase, a Matías le encantaba que su Madre estuviera orgullosa de él. Por eso sufría tanto cuando le llevaba las notas. Claro, todo el día mirando por la ventana está bien, pero no se aprueba. “No presta ninguna atención, siempre está en Babia” , esa era la nota que los profesores solían adjuntar a los pésimos resultados académicos de Matías. (A causa de estas notas, Matías siempre imaginó Babia como un sitio realmente cálido para los sentidos)

Las últimas calificaciones habían sido las más espantosas que Matías recordaba haber cosechado. También era cierto que su observación del campanario lejano se estaba poniendo más y más interesante. La de cosas que ocurrían en la imaginación de Matías al mirarlo, pero a la hora de afrontar el sufrimiento de su Madre, eso no tenía ningún valor. Esa noche se metió en la cama pensando que algo tenía que hacer para remediar esta situación.

A la mañana siguiente se encontró en el autobús del colegio con su amigo Gabriel. Al saludarle, éste le dijo muy serio:

- Me ha dicho mi madre que hasta que no apruebe no puedo jugar ni hablar contigo. Mi madre dice que eres una mala influencia para mi. Que todo es por tu culpa que...

Estaba claro que Gabriel era un imbécil. Así se lo hizo saber Matías, pero lo hizo desde el dolor. Acusaba el golpe recibido. Parecía que todo el universo conspiraba para impulsarle a tomar alguna grave decisión. Así, el episodio del imbécil, unido al sufrimiento por su madre, hicieron que Matías tomase una resolución:

- Voy a cambiar –se dijo a si mismo- voy a hacer que mamá se sienta orgullosa de mi por mis buenas notas y cuando el imbécil este quiera ser otra vez mi amigo para aprobar, le diré que es un imbécil y que ya no será nunca más mi amigo.


Así comenzó un día de mucho ajetreo para la cabeza de Matías. Echar por la borda toda una vida dedicada a la contemplación del campanario y al confortable autismo no es tarea fácil. Tenía que planear bien las cosas. Para empezar debía fijarse en los que sí aprobaban, así se daría cuenta de lo que debía hacer: Examinó el aspecto de Pepito Guillén. Ese sí que era todo un tipo. Siempre sacaba sobresalientes. Sin duda, todo su éxito se lo debía a su abrigo de pana marrón. Lo primero era hacerse con un abrigo de pana marrón, lo demás vendría rodado.

Todo el día lo pasó Matías oyendo atentamente a los profesores. Haciendo garabatos que semejaban apuntes con su bolígrafo de cuatro colores. Actuaba bien. Su actitud, sus ademanes, eran los de un perfecto empollón. Sin embargo no descuidó el seguir enriqueciendo su nueva postura ante la vida con más complementos. Apuntó mentalmente que necesitaba –ya- un estuche de tres pisos como el de Mario Porras, que también suspendía todas. Pero sin duda alguna, él sabría como sacarle un mejor partido académico a un estuche como ese, no como el idiota de Mario Porras.

Todo funcionaba. Se sentía mucho mejor. Ya disfrutaba por anticipado las mieles de su futuro éxito. Nada podía pararle. Su madre sería la más orgullosa de las madres al encontrarse cara a cara con el nuevo Matías, ese tipo con abrigo de pana que sacaba las mejores notas del colegio.

Las cosas iban bien hasta el punto de que, en la tarde de ese primer día de la vida del nuevo Matías, el imbécil de su amigo Gabriel, había ya iniciado un tímido acercamiento contraviniendo las tajantes órdenes de su madre –esa bruja ignorante-. Matías frenó el acercamiento de Gabriel con un estudiado desdén. Le devolvía el dolor, si es que ese imbécil de Gabriel podía sentir el dolor.

Matías había plantado cara a un problema y lo estaba venciendo. Ya era el nuevo Matías.

Llegó a casa y, por primera vez en su vida, no se puso a jugar. Se metió en la habitación y se puso a hacer los deberes. La asombrada madre no quiso interrumpirlo preguntándole por este cambio tan significativo –era tan increíble que le daba miedo hacer cualquier cosa que pudiera truncarlo, ni siquiera preguntarle- Así que Matías, molesto porque su Madre no había reparado en el importante cambio operado en su persona, se vió obligado a exponerlo:

- Mamá. Hoy en el colegio he cambiado. Ya verás que notas traigo este mes. Ya no miro al campanario nunca, pero necesito un abrigo de pana.

La madre de Matías nunca entendió nada.

Después de dormir a pierna suelta, el nuevo Matías llegó triunfante al día siguiente al colegio. Había que ver qué diferencia entre cómo entraba en clase el antiguo Matías –ese tipo sórdido que siempre debía esconderse para no ser interpelado acerca de los deberes no realizados- y este nuevo Matías; tranquilo, sereno, dominador, esperando secretamente que el profesor le demandase la tarea encomendada el día anterior....Aún no había abrigo de pana, ni estuche de tres pisos, pero todo llegaría. Como llegó lo que tanto estaba deseando;

- Matías Garrido, enséñeme la tarea.


Por entre las risas de los compañeros –hienas siempre ávidas de desastres ajenos- Matías avanzó hasta la mesa el maestro. Allí depositó con orgullo el cuaderno y esperó erguido la reacción. Ésta no tardó en producirse:

- Garrido, esto es una soberana memez. Está todo mal....pero si ni siquiera se entiende....¿qué pone aquí? ¿eh?...da igual. ¡Vaya a su pupitre y repítalo!


Y Allá volvió humillado el nuevo Matías. A reencontrase en su pupitre con el imbécil de Gabriel –que se estaba riendo con ganas- . Allí le esperaba también el viejo Matías, que le sonreía señalando el campanario donde, en ese preciso momento, estaban pasando las cosas más increíbles.

No hay comentarios:

Publicar un comentario