sábado, 3 de abril de 2010

Una trepidante historia de la tv.


-“Se lo paso a Mariló”. Yo nunca había pensado que la vida me conduciría por derroteros por los que tendría que decir cosas como esa. Tras pronunciar esas terribles palabras, caí en un estado de frustración muy parecido al que experimentan las golondrinas cuando el cambio climático afecta a sus ciclos migratorios. El mundo que yo conocía no servía para nada en esa situación irreal en la que ahora me desenvolvía: Focos, decorados, paneles, una super estrella de la TV dirigiéndome preguntas, intercambiando forzados comentarios... Mientras todo eso ocurría, traté de recordar cómo había llegado hasta allí.

La memoria me transportó a una cálida tarde de primavera. Una de mis amigas me anunció que había enviado mi candidatura para la participación en un concurso de TV. Yo reí. Parecía muy buena idea y sobre todo, estaba muy, muy lejana. ¿Por qué no? Un concurso en la tele es muy asequible y aunque dolía pensar en tan doloroso espectáculo participado por uno mismo, la compensación material podría ser importante.

- Vale vale, muy bien. –acepté sonriente.

Risas, aprobaciones y promesas de ánimo fueron lo primero que recibí a cambio de mi temeraria decisión.

Pero un mal día, una llamada de teléfono me convocó a un hotel madrileño. Allí se iban a llevar a cabo las pruebas de aptitud para el concurso de la tele. Movido por una fuerza externa e inexplicable, acudí. No tenía ganas, pero acudí.

Las pruebas resultaron tan absurdas como humillantes y así lo manifesté con mi actitud hosca y distante durante el desarrollo de las mismas. Salí de aquel hotel pensando que la broma había terminado. Era imposible que me aceptaran después de mi comportamiento. Experimenté de nuevo la tranquilidad, respiré hondo y volví a mis cosas.

Meses después, una nueva e inesperada llamada. Estaba atrapado.

–“Sí, vale”- dije al teléfono. Y empezé a precipitarme hacia el triste final. La eficaz señorita me había enterado –en sólo unos segundos- de todo lo que debía saber: Día. Hora. Vuelo. Ropa. Carnet... – “Y por favor, no nos falles ¿ehe?”

Transcurrieron los días como en una cuenta atrás. La llegada del momento del concurso cada vez me horrorizaba más. Entre bromas y autopromesas de alguna compensación material me consolaba de mi condición de pelele televisivo. Sabía que había aceptado ser la carne de cañón de un concurso. Eso ya era horrible, pero aún no sabía nada de nada...Lo peor estaba por llegar.
Tuve que viajar en avión a otra ciudad. “Una bonita, soleada y cálida ciudad mediterranea” me consolaba la noche anterior. Al aterrizar me envolvió una climatología tormentosa, fría y desasosegante. Mientras llamaba desde el aeropuerto para comunicar mi llegada, se cruzó en mi vista un hombre de expresión aburrida. El hombre sostenía un cigarro en la comisura de los labios y un cartel en las manos. Ese cartel era el logotipo del concurso de la tele. Aquel hombre aburrido era el chofer. Siguiéndole entre el clima lluvioso y los taxis amontonados en la puerta maldije mi suerte -¿Por qué? –me preguntaba a mi mismo sabiendo de antemano la respuesta - Por idiota. Por imbécil. Por querer ganar un coche. Por querer ganar un viaje. Por el estúpido anhelo de las cosas materiales. Por eso estaba allí, sorteando agrios taxistas detrás de un tipo con cara de aburrido que me abría la puerta de un lujoso monovolumen del que, como siempre, no iba a recordar nunca la marca.

Allí, dentro del confortable coche, descubrí a otras dos personas atrapadas, pero...¡Un momento!...no, no estaban atrapadas. Sonreían y se me presentaban con el mejor de los humores. Así oí por primera vez aquél maldito nombre:

-“Mariló”

Hasta entonces nunca había sospechado la existencia real de un personaje que se llamara así.

-“Mariló” -me repetía a mi mismo. -“Mariló”... Me planteé seriamente bajar del coche y huir en un avión... “No nos falles ¿ehe?”. El coche arrancó con el chofer aburrido, la delirante concursante profesional llamada Mariló, un señor de Logroño que no podía articular una palabra a causa de los nervios y yo, que no había querido huir.

Mariló llenaba el considerable espacio del monovolumen con su inacabable charla. Todo estaba inundado con su histérico tono de voz. Me decía a mi mismo que la tal Mariló era buena gente. Que la pobre no tenía la culpa de representar tan fidedignamente el papel de cerebro podrido. De idiota total. Ella incluso me había deseado “suerte” nada más sentarme en los mullidos asientos del monovolumen marca..... bueno el lujoso monovolumen que ya atravesaba una ciudad colapsada por la tormenta.

El señor de Logroño y yo nos limitamos a sumergirnos en la comodidad que para estas situaciones representa el mirar por la ventana. Así llegamos al estudio. El chofer desembarcó más aburrido aún que antes y Mariló preguntó inmediatamente que “dónde se podría cambiar de ropa.” (ella había traido desde San Fernando-Cádiz una enorme maleta con distintos conjuntos. Todos ellos muy televisivos. Dios, creo que a eso se le llama un buen “fondo de armario”)

Nada más entrar se nos indicó por gestos que no habláramos. Que no hiciéramos ruido alguno. Por gestos se nos informó del problema: No podiamos hacer ruido porque ya se estaba grabando uno de los siete programas que se grababan al día. Multipliqué rápidamente. Gracias a la información de Mariló –Dios que nombre- yo ya sabía que en cada programa participaban tres desgraciados concursantes: 21 personas participaban ese mismo día en aquel aquelarre.

Precedidos por una tal “Neus” subimos cuatro tramos de escaleras. Desembocamos en una gran sala. Bien iluminada gracias a sus ventanales. Había cómodos sofás y acogedores sillones. Una desmesurada televisión presidía la estancia. En su pantalla aparecían los pobres incautos que ya estaban grabando su programa. Las gentes de la estancia –todos futuros concursantes como yo- seguían las evoluciones de sus predecesores con entrega total. Era como si sus propios hijos participaran en la final de alguna competición mundial, tal era su interés y dedicación.

Neus nos hizo sentar. Teniamos que firmar unos papeles en los que renunciábamos expresamente a gran cantidad de los derechos que un ciudadano del primer mundo considera como “fundamentales”. Me llamó la atención una cláusula. En ella se informaba que el coche objeto del concurso no tenía mucho que ver con el vehículo que, en caso de ganar, se nos entregaría.
También había otro apartado en el que se nos informaba de que deberíamos permanecer allí hasta que el programa estuviese grabado del todo... Empecé a sudar frío.

Sin embargo, todos a mi alrededor estaban viviendo un momento pleno de sus vidas. En los pocos segundos que llevábamos en aquella sala y a pesar de estar rellenando papeles igual que yo, Mariló –Joder que nombre- ya se había presentado a todos los demás. Hablaban entre ellas de posibles premios, de posibles paneles de preguntas. Una señora de Zaragoza nos habló de lo interesante de su caso:

- A mi me apuntó mi hija. Yo no quería, pero ella erre, que erre... y aquí estoy, a ver si me llevo la televisión, porque como no consiga la televisión a ver como vuelvo yo a mi casa con mi hija...
- ¡Anda! –intervino Mariló muy indignada- ¡Pues que hubiera venido ella!
- ¡Sí, sí! ¡Eso! –graznaron muy ofendidas en su recién estrenado corporativismo el resto de las concursantes.
- Además, -retomó la señora de Zaragoza- no entiendo por qué me hacen venir aquí desde Zaragoza, si yo participo por teléfono...

Un silencio se extendió por la estancia. Todos los concursantes acababan de reparar en una de las mentiras del mundo de la tele. Las llamadas desde Zaragoza no eran desde Zaragoza, sino desde alli mismo.

- Se hacen desde un despacho –aclaró Neus con aire de sabelotodo.
- Pero, ¿por qué tengo que venir desde Zaragoza si lo mío es por teléfono? –insistía la señora de Zaragoza.
- Nno se, es por ...producción...
- ¡En el mundo de la tele nada es lo que parece! –anunció orgullosa Mariló.

Yo reparé en que ese día no eran 21 los desgraciados que allí íbamos a ser utilizados, sino 28. El señor de Logroño permanecía sentado con su abrigo encima. Sonriendo a todo el mundo y sudando por el bigote. El resto de los concursantes –ya encabezados por Mariló- acosaban a preguntas a Neus, quién finalmente optó por huir escaleras abajo.

Se me informó de que yo participaría en el último programa del día. Recuerdo que estuve a punto de derrumbarme, pero me alegré un poco por el señor de Logroño –único representante masculino además de mí- El iba a participar en el penúltimo programa y noté como eso le ayudaba a llevar mejor la situación.

Precisamente, mi situación empeoraba por momentos: Tendría que esperar hasta el final. Participaría junto a Mariló, pero ¿Quién sería mi otro oponente?

Neus se acercó a mi con una sonriente Mariló enganchada del brazo. Detrás caminaban dos señoras.

-Fernando –me dijo Neus- Ya sabes que vas en el último programa con Mariló (me estremecí de nuevo a pesar de que ya lo sabía)... y con Mercedes...

Ella, Mercedes, salió de detrás de Neus. Surgió como una aparición diabólica. Era enana. Rechonchilla. Culona. De pelo corto, muy corto y blanco. Me informó de su profesión “Soy comadrona” y de su procedencia “de Valencia”. En ningún momento me hizo partícipe de datos que yo ya había discernido sin dificultad alguna: “Es lesbiana y esa tía horrible de la voz chillona de ahí de detrás es su novia que ha venido con ella para darle todo su apoyo en estos momentos difíciles...” –pensé.

El señor de Logroño le contaba su trabajo –comercial- a una chica jóven de aspecto y ademanes poco agraciados. La chica ya había concursado sin ninguna fortuna. Sólo había obtenido el premio de consolación.

- Virgensita, que no me pase a mí –se traicionó en voz alta Mariló.

Mercedes se sentaba con su novia y juntas se reían de cosas de comadronas valencianas lesbianas. Yo, completamente desesperado, saqué “La forja de un rebelde” de Arturo Barea y me sumergí en su reconfortante mundo de tragedias españolas, tragedias que yo sí podía entender.

- Uuuuy...¡Este lee mucho! ¡Este nos gana a todas! –me asustó la voz de Mariló que ya estaba junto a mercedes mirándome. Todos los presentes en la sala, con la más que posible excepción del señor de Logroño, estuvieron de acuerdo con Mariló. Si yo leía era porque iba a ganar.

-Además está siempre muy callado.-enjuició Mariló envalentonada por la anterior buena acogida de sus opiniones sobre mi.

Sólo pude sonreir. Cuando ya huía con mi vista en busca del refugio del libro, mis ojos se encontraron con los del señor de Logroño. Sí, por lejano que me resultase, él era mi único apoyo para ese día terrible.

Neus apareció para tocar a rancho. Fuimos conducidos escaleras abajo. Atravesamos innumerables pasillos en los que nos cruzábamos con los trabajadores. Todos los del borreguil grupo llevábamos el estigma del concursante y así éramos considerados. Llegamos al comedor. Allí nos esperaba una mesa en la que un cartel rezaba: “Concursantes”. El señor de Logroño se me sentó al lado y yo lo agradecí. No cruzamos una sola palabra, pero para mí era suficiente saber que tenía un flanco protegido contra charlas destructivas.
Lamentablente, mi otro flanco quedó fatalmente expuesto y apareció Mariló.

-Uuumm....¡Que buena pinta tienen estos calamares!


El panorama de la mesa era aún peor que el de la sala que habiamos abandonado. Allí por lo menos podía leer. Aquí tenía que afrontar los rostros y las conversaciones de todas aquellas mujeres. Señoras y chicas venidas desde toda España. Hembras de todas las edades y todas las condiciones.
Todas ellas compartían la devoción por la televisión. Conocían todos los concursos de la programación y muchas –como Mariló o Mercedes- ya habían participado en otros concursos televisivos antes.
La conversación se encarriló directamente hacia el concurso en el que estábamos metidos. La fortuna había sido desigual. La señora de Zaragoza había fallado lamentablemente. Sólo había obtenido el premio de consolación y todas la consolaban por ello.

- Lo importante es participar y pasarlo bien- sentenció Mariló con la boca llena de calamares.

Las dos comadronas lesbianas comían ensalada y cuchicheaban entre sí. Dentro de aquél submundo que estaba seguro que ellas comprendían a la perfección, existía otra sub variedad de mundo que ellas habían creado para su exclusivo disfrute. El señor de Logroño les sonreía. El pobre iba a tomar la palabra cuando repentinamente apareció en el comedor la gran estrella: El presentador del concurso. Todas las mujeres callaron y le miraron. El pobre señor de Logroño, que justo antes iba a empezar a hablar por primera vez en el día, agarró con decisión su copa de vino.

Yo me serví a mi vez un poco de aquél vino. El presentador estaba ya encima nuestro saludando engoladamente y disfrutando del coqueteo. Las mujeres –todas- se habían convertido ya en grullas patéticas, actuaban como gallinas cluecas...
Yo bebí con el señor de Logroño y me maravillé una vez más de la generosidad con la que sudaba por el bigote.

Una vez el presentador se hubo retirado a su mesa, el cloquerio se desvaneció para dar paso a una faceta pretendidamente intelectual, en la que alababan no su figura, porte o estética, sino su inteligencia.

-¡Este lee mucho! ¡Cuidadito con él Mercedes que lee mucho! –le decía Mariló a Mercedes con absoluta familiaridad.

Tomé el café de un sorbo y abandonando al señor de Logroño a su suerte en medio de una conversación sobre la prensa del corazón, pretexté algo para salir de allí. Subí de nuevo a la sala prometiéndome unos minutos de soledad reparadora, pero pronto oí por las escaleras al resto del rebaño encabezado por la incombustible Mariló.

- ¡Está leyendo! ¡Seguro! –oí decir dos plantas más abajo.

De nuevo rodeado por aquellos personajes surgidos de la imaginación de algún Dios loco, acogí con alegría la aparición de Neus:

-¡Mercedes, Fernando y Mariló. A maquillaje

Entramos en una gran sala en la que todas las paredes estaban recubiertas de espejos y luces.

Mercedes y Mariló fueron las primeras en ser maquilladas. La novia de Mercedes observaba desde el quicio de la puerta hasta que fue descubierta y explusada por Neus. Mariló aprovechó para cambiarse una vez que la maquilladora hubo acabado con ella.

-Uuy que alto –me dijo una bruja de dientes separados mientras me agarraba del brazo y me llevaba a su sillón de torturas.

La bruja se inclinaba hacia mi para untarme alguna sustancia en la cara y yo me maravillaba del enorme espacio libre existente entre sus dos incisivos. Pensaba que allí podría sujetar con completa tranquilidad un cigarro-puro, o que podría participar en uno de esos concursos de silbidos de las Islas canarias...
Ella, ajena a mis elucubraciones, me hablaba con su voz chillona sobre el famoseo. Sobre lo feas que eran algunas antes de que ella las arreglase. ¡Si yo supiera! Por supuesto no me iba a decir nombres, pero...¡Si yo supiera!

Ahora ya faltaba muy poco para mi participación. Subimos de nuevo a la sala de la enorme televisión. En ella vi como el señor de Logroño –que ya grababa su programa- empezaba a fallar sus primeras respuestas. Sentí un cierto nerviosismo premonitorio.

Neus se acercó para decir cuan poco nos faltaba y Mariló empezó a dar saltos por toda la habitación. La exaltación se extendió cuando los concursantes del programa precedente al nuestro llegaron a la fase del concurso en la que uno queda eliminado.

- Virgensita, virgensita, qué nervios, qué nervios...- murmuraba Mariló.


El señor de Logroño fue eliminado. Mercedes preguntó si tenía tiempo de ir al servicio. Éste le fue concedido y ella marchó con decisión hacia las escaleras. Una vez frente a ellas tropezó aparatosamente y rodó algunos peldaños. Su novia corrió solícita a ayudarle, pero no había necesidad. Mercedes estaba perfectamente. Era resistente como el cuero y dura como el acero de Krupp.

Neus subió y haciendo un simpático ademán (quizá demasiado simpático) dijo:
-Adelante

Allí iba yo. Detrás de Neus, Mercedes y Mariló. Dispuesto a ganar un coche o lo que fuera, pero sobre todo deseando que aquello acabara de una vez por todas.
Llegamos a la primera planta. Mariló se sintió indispuesta. Se le concedió permiso para ir rápidamente al lavabo. Yo pensé que debería aprovechar también y así beber un poco de agua por lo que me dirigí a los lavabos unos segundos después de que Mariló lo hubiera hecho. Allí me esperaba otra sorpresa. Pase por delante del servicio de señoras –abierto de par en par- y presencié como espectador privilegiado el culo de Mariló, quién al oir mis pasos trató torpemente de tapárselo.

No bebí agua. Baje directamente al plató´y en el camino me crucé con el señor de Logroño que me sonrió con alivio. Todo había terminado ya para él y su bigote no sudaba.

Mi estado anímico en aquél momento era comprensiblemente deplorable. Se nos enseñó una coreografía. Mercedes, Fernando y Mariló entraríamos saludando a nuestra izquierda. Ocuparíamos nuestros puestos. Yo debería saludar a la comadrona lesbiana, luego a la inefable Mariló –quién me exigió que le diera la mano de una forma que sólo debe emplearse entre cierto tipo de gente que se mueve en cierto tipo de situaciones-. Mariló no era de ese tipo de gente, pero quería su saludo. “No nos falles ¿ehe?”.

Me descubrieron más imposiciones:
En el saludo y presentación que cada concursante debe hacer de si mismo yo pretendí colar “Hola, soy Fernando y vengo de Madrid”. Fue totalmente inútil. Querían más. Querían saber a qué me dedicaba y yo no estaba dispuesto a hacer más concesiones. Tras una breve pero tensa negociación, accedí a visitar un lugar que por tan común ya es pisoteado. “Hola soy Fernando. Vengo de Madrid y he venido para ver esto por dentro” –acerté a rebuznar totalmente fuera de mi.
En cierto lance del concurso en el que se hace preciso pasar la baza en vez de jugarla, yo no debía decir simplemente “paso” o “lo paso”, sino “se lo paso a Mariló” –Dios, aún retumba en mi cerebro-
Claro que, con todo, siempre mantuve una cierta dignidad. Mariló y Mercedes querían saludar a toda costa y hubo que amenazarlas con seriedad para que no lo intentaran.

Finalmente comenzó la grabación. No fallamos la coreografía inicial y todo iba bien. Comencé a acertar las primeras preguntas. De pronto, de una de las pantallitas surgió una estrella dorada. Sonaron grandes fanfarrias y el presentador-estrella corrió a mi atril para felicitarme. Yo pense que Dios había sido justo compensándome por tantos sufrimientos con una victoria definitiva en el concurso, tal era el ambiente.
Sin embargo la estrella y las fanfarrias sólo implicaron un pequeño regalo:

- ¡Una agenda electrónica y una sonrisa! –gritó un tipo desde la oscuridad. Yo debí entonces sonreir para que todos los espectadores de España supieran cuan feliz era yo por haber ganado una agenda electrónica como aquella.


Siguió el concurso. Volví a acertar. Nuevas fanfarrias. Esta vez ya no piqué. Esta vez ya sabía que tal despliegue de triunfalismo era siempre infundado. Aún así, el presentador-estrella se acercó a mi felicitándome por lo que había ganado. “Un video y una sonrisa”...

Nuevos paneles, nuevas preguntas. Fallos y aciertos. Me eliminaron con deshonra y fui conducido por Neus hacia el lugar reservado para el pobre desgraciado que es eliminado en primera ronda. El lugar que antes que ya había ocupado el señor de Logroño. Desde allí, merced a una pequeña tele que allí había colocada, pude ver el final del concurso. Mariló gritó, cantó, se contorsionó, pero perdió. Ganó la comadrona lesbiana, que luego se comportó de forma sosa a la hora de optar por el coche.
Al final del programa me hicieron salir de nuevo al ruedo para formar una especie de “coloquio” con el presentador y los demás concursantes. Eso fue la puntilla.
El mismo chofer de por la mañana me llevó hasta el aeropuerto. Le indique por señales obvias que no tenía por qué darme conversación.
Una hora de espera en el aeropuerto. Huelga de limpieza en Iberia. El interior del avión olía a sobaco. El avión iba lleno a rebosar. Se me sienta al lado un gordo maloliente. Me dan ganas de acabar con su despreciable existencia, pero me aguanto y nuevamente me refugio en la lectura. El miserable empieza entonces a hablar y su aliento es fétido y espeso como una cloaca. De nuevo me reprimo. De nuevo me enfrasco en el libro. Un imbécil que tengo delante reclina su asiento y me machaca las rodillas. Le golpeo con el libro en la cabeza. Me mira pidiendo explicaciones y le contesto con una fría mirada y un “perdón” que suena más bien a amenaza. El pobre idiota, consciente de su torpeza en el momento equivocado, devuelve su asiento a la posición original.

De nuevo en Madrid. De nuevo en casa. Todo ha pasado. Ahora sólo me queda intentar olvidar y, claro, disfrutar de una magnífica visita a los lugares comunes de la música clásica de la mano de los “Clásicos Básicos”.

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